El ‘super’ sobre ruedas

El ‘super’ sobre ruedas

Vendedores, confidentes y amigos, los repartidores ambulantes facilitan con su desplazamiento la vida en los pueblos de Tierra Estella

“Si Mahoma no va (o no puede) ir a la montaña, la montaña va a Mahoma”. Esta frase atribuida al filósofo Francis Bacon se puede aplicar a la labor tradicional que todavía desempeñan los repartidores ambulantes en los pueblos pequeños. La ausencia de tiendas en los núcleos rurales de Tierra Estella mantiene viva la labor de los vendedores que, en sus furgonetas y camiones, distribuyen sobre ruedas pan, fruta, carne, congelados y todo tipo de ultramarinos, a diario o varios días a la semana.

Son oficios de siempre amenazados por los nuevos tiempos. La globalización y la tecnología propician nuevas maneras de consumo, como el desplazamiento a grades centros comerciales o la compra online, pero la función ambulante trasciende lo mercantil y los nuevos tiempos no derriban todas las barreras. La gente mayor sin medio de transporte y sin digitalizar es el principal cliente de los vendedores ambulantes que llevan productos de primera necesidad y entregan la compra, en muchos casos, a domicilio, puerta por puerta.

Los pueblos de Tierra Estella reciben, a ritmo de claxon, la visita de sus repartidores. Hay vendedores que se desplazan desde fuera de la comarca con productos como frutas, verduras y congelados, aunque algunos radicados en la zona -cada vez son menos- desarrollan el oficio en su propio territorio. En la mayoría de los casos son negocios familiares relevados y que mantienen un fuerte vínculo en los pueblos.

Julio Ízcue Lizasoain es uno de los vendedores más populares de la zona. Nació en Alloz hace 61 años, pero vive y de­sarrolla su actividad en la vecina Lorca. Heredó el autoservicio de su padre, con quien trabajaba en verano. “Me llevaba con él hace ya más de 40 años. Cuando se jubiló, me quedé el negocio. En este trabajo te levantas a las 5.30 y te acuestas a las once de la noche”, detalla.

La parte de su profesión que más le gusta a Ízcue es, en lugar de estar en la tienda tras el mostrador, hacer las rutas por los pueblos. Tres días por semana -lunes, martes y miércoles- acerca a los pequeños núcleos de su zona comercial toda suerte de artículos de ultramarinos, productos de limpieza, droguería y también de alimentación.
Su camión se convierte en un supermercado sobre ruedas con estantes atiborrados de artículos. El viernes lo deja descansar y se monta en el segundo vehículo de su pequeña flota, una carnicería ambulante que ofrece pollo, cerdo, cordero y productos elaborados en su charcutería.

Julio Ízcue: “Quien se dé una vuelta por estas localidades, verá muchas casas cerradas. Hace 30 años, la realidad era otra”.

El sonido del claxon avisa de la llegada de Ízcue en su retahíla de localidades: Arbeiza, Zubielqui, Igúzquiza, Ázqueta, Villamayor, Urbiola, Barbarin, Luquin, Lorca, Baríndano, Zudaire, Lácar, Alloz, Echávarri, Artavia, Ecala, San Martín, Artaza, Gollano y Baquedano. “Mi padre hacía estas rutas y yo amplié algún otro pueblo”, cuenta.

No suma su recorrido muchos kilómetros cada día, pero durante su jornada laboral ambulante, el tiempo se detiene. “Aunque no voy casa por casa, facilito a las mujeres todo lo que puedo, a veces les llevo la compra y les ayudo a subir por las escaleras de mi camión porque todas quieren ver el género antes de comprar. Termino la jornada en torno a las cinco de la tarde, según cómo se dé el día”, se ríe.

Julio Ízcue se siente en los pueblos como “uno más de casa”, de la familia. “En ocasiones echas a la gente de menos. Piensas, ¿por qué no habrá salido esta mujer?, luego te enteras que tenía médico, y también sientes mucho la pérdida cuando alguien muere. Yo estoy encantado haciendo la ruta, la gente es majísima, tengo confianza desde siempre. He llegado a poner bombillas en alguna casa”, relata en su función esencial.

Testigo del discurrir de las décadas en los pueblos, los repartidores como Ízcue lamentan que la vida en muchos pueblos se vaya apagando. “El problema es que cuando falla la gente, las casas se cierran. Si las familias tienen hijos, estos trabajan fuera y solo vienen el fin de semana. Quien se dé una vuelta por estos pueblos, como yo casi a diario, verá muchas casas cerradas. Hace 30 años, la realidad era otra”, cuenta.

¿Su futuro? Tan sólo le quedan años contados para la jubilación. “Este trabajo da beneficio a base de trabajo. Si quieres sacarlo adelante, cuesta mucho. Para mí voy a tener, pero la gente nueva, no sé”.

El pan, 363 días al año

El pan, como alimento básico y presente en todas las mesas, se reparte 363 días al año. Sólo descansan los hornos el 25 de diciembre y el 1 de enero. Al pie del cañón, María Pilar Jiménez López, de Garísoain (valle de Guesálaz), reparte el pan que elabora el Horno Artesano de Lorca y de cuya distribución se ocupa un equipo de cuatro repartidores.

Su día comienza a las cuatro de la mañana. “Hay que ir al horno, cargar el pan y comenzar la distribución en las tiendas de los pueblos y a los vecinos”. María Pilar Jiménez atiende para la empresa las zonas de Los Arcos y el valle de La Solana. “Mi trabajo comienza pronto y hay muchos clientes a los que no veo porque les dejo el pan y la prensa en la puerta y el pago se hace de manera mensual o semanal. Con muchos otros sí que coincido y se establecen vínculos muy familiares. Hay que tener en cuenta que para muchos vecinos puedo ser la única persona que ven al día”, cuenta la repartidora.

María Pilar Jiménez: “Para muchos vecinos puedo ser la única persona que ven al día”.

A María Pilar Jiménez le encanta su trabajo, sobre todo por ese trato humano, personal, directo con la gente. “Da gusto. Te cuentan sus historias. Vida y milagros a veces. Y me cuidan mucho. Si tengo problemas con la furgo siempre hay quien me eche una mano. Y es que en los pueblos nos tenemos que ayudar unos a otros”.

Las anécdotas suceden muchas veces en la carretera, con la nieve caprichosa, y cuando algún animal, corzos y jabalís, se cruzan en el camino. “Son más de cien kilómetros al día, me ha pasado de todo. Quedarme parada y que me tengan que remolcar con tractores, por ejemplo”. Casi diez años de experiencia como repartidora de pan para dos empresas diferentes de la zona dan para mucho.

El carnicero jotero de Acedo

De tradición le viene el oficio a Ramón Cambra Berruete, el carnicero de Acedo. Su tienda física encuentra la mejor prolongación del negocio en el servicio ambulante que por los pueblos realiza su propietario. “Tengo 52 años y desde los 16 estoy en esto. He nacido con el cuchillo en la mano”, cuenta, gráfico. Hilario Cambra, su padre, montó la tienda y desde un primer momento se enfocó al servicio ambulante. El actual propietario atiende 16 localidades en dos rutas diferentes y una tercera en verano, cuando los pueblos se llenan de gente.

El jueves, la carnicería móvil se desplaza a Mendaza, Sorlada, Ubago, Mirafuentes, Otiñano, Nazar y asarta. El viernes tienen el privilegio de recibir la visita Ancín, Mendibilibarri, Legaria, Oco, Olejua, Urbiola, Villamayor, Igúzquiza y Arbeiza. “He tenido más rutas, cuando salía con mi hermano, pero desde el 2000, que estoy ya solo, hago estos pueblos”, relata.

Ramón Cambra. “De doce clientes en verano puedo pasar a dos en invierno, pero la ruta la tienes que mantener, porque si no pasas, se olvidan de ti”

Ramón Cambra no pasa desapercibido. Nada de claxon. Su aviso llega por megafonía al son de las jotas navarras, un compendio que le acompaña desde hace 25 años. Ni más ni menos. “Llevo el mismo CD”, se ríe. “Llego con mucha alegría y les doy marcha a mis clientes. También quiero que se me oiga bien”, completa el carnicero jotero.

El de Acedo se debe a la clientela de toda la vida. Juventud, asegura, llega poca. “Mis clientes son mayores.
Llevo 35 años dando vueltas por los pueblos y es la gente mayor la que me espera. Los jóvenes llevan otro ritmo y se mueven para comprar”, explica. Por eso, augura un futuro no demasiado halagüeño. “Es verdad que en verano no doy abasto, entre fiestas de los pueblos, reuniones familiares, que la gente va al pueblo todo el verano o por vacaciones… De doce clientes en una localidad puedo pasar a dos en invierno. Pero la ruta la tienes que mantener, porque si no pasas, se olvidan de ti”.

La fidelidad es uno de los pilares fundamentales para los negocios ambulantes. “Tengo clientes mayores que incluso teniendo coche, esperan en casa para comprarme a mí. Soy su carnicero de toda la vida. Clientas hoy con 95 años que siempre me han comprado me siguen comprando. Me debo a ellas”.

Y junto a la fidelidad, la vocación auténtica de dar servicio y cercanía. Porque más cercano que un vendedor ambulante no hay nadie. “Me encuentro también con mucha gente que vive sola, y haces un poco de psicólogo, es su momento de hablar, somos en ocasiones la única ventana al mundo. Por eso te tiene que gustar estar con la gente. Si no te gusta, no sigues”. Una apreciación en la que el resto de los vendedores ambulantes entrevistados coinciden.

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