Caminar hacia la reconciliación

Caminar hacia la reconciliación

El estellés Gregorio Escobar García, fusilado en 1936, es reconocido beato el 17 de diciembre en la catedral de la Almudena en Madrid junto con otros 22 religiosos oblatos

Gregorio Escobar García viene al mundo cobijado por los viejos muros de la iglesia de San Pedro, donde su padre ejerce de sacristán. Es el segundo en una familia con siete hermanos. Abandona muy pronto el hogar familiar para ingresar en el seminario menor de los Oblatos de Urnieta (Guipúzcoa). Allí destaca entre sus compañeros como equilibrado, confidente y buen consejero.

Al cuarto año, y volviendo a casa de vacaciones, se encuentra con su querida madre gravemente enferma. Gregorio cuenta tan solo con dieciséis años, pero conforta y prepara a todos para lo inevitable, como si ya fuera un sacerdote. No se separa del lecho materno mientras dura el difícil tránsito, y a la muerte de su progenitora, aconseja al atribulado padre que, por el bien de sus hijos, contraiga matrimonio de nuevo.

En 1934, tras cumplir el servicio militar en Pamplona, se reincorpora al escolasticado de Pozuelo de Alarcón, en las afueras de Madrid, donde se había visto obligado a interrumpir sus estudios de Teología. El día 6 de junio de 1936, un año antes de terminarlos, es ordenado sacerdote. 

La mayor ilusión de la familia era que Gregorio cantase misa en Estella a los pies de la Virgen del Puy, advocación por la que el joven sacerdote siente una filial devoción. Mas no pudo ser. Gregorio nunca volverá a traspasar el umbral de su basílica sobre la colina. Un refugio al que tantísimas veces había acudido de niño para hacer partícipe a la Señora de sus problemas, inquietudes y de su amor.

Por estos días España está viviendo los momentos más trágicos y convulsos de su historia reciente: la gestación de la Guerra Civil. Respirando un ambiente muy hostil contra el clero, Gregorio escribe a su familia para tranquilizarlos. Pero está claro que, de alguna forma, presiente su final porque señala: “Siempre me han conmovido hasta lo más hondo los relatos de martirio. Siempre, al leerlos, un secreto deseo me asalta de correr la misma suerte que ellos. Ése sería el mejor sacerdocio al que podríamos aspirar todos los cristianos: ofrecer cada cual a Dios el propio cuerpo y sangre en holocausto por la fe. ¡Qué dicha sería la de morir mártir!”.

Precisamente el 22 de julio de ese año los milicianos asaltan el convento de los Oblatos en Pozuelo y toda la comunidad queda hecha prisionera en su propia casa. Al día siguiente, de entre todos ellos, apartan a seis seminaristas y a un seglar, que son asesinados. El resto de los jóvenes seminaristas y los padres responsables del escolasticado son, en principio, puestos en libertad para sufrir después un auténtico calvario de refugios en la clandestinidad, distintos periodos de encarcelamiento y riesgo constante durante casi cuatro meses.

En una de estas detenciones, hemos podido saber que el nacionalista Manuel de Irujo, a la sazón ministro sin cartera del gobierno republicano de Largo Caballero, intenta, mediante sus influencias, liberar a sacerdotes y religiosos vascos de las cárceles.

Esta actividad del ministro hace que en algún momento él mismo y Gregorio coincidan, y procediendo los dos de Estella es probable que se conozcan sino personalmente, sí a través de sus familias respectivas. Parece ser que Irujo se ofrece a mediar para ponerlo en libertad, pero Gregorio declina el ofrecimiento porque no hay posibilidad de hacerlo extensible a todos sus compañeros.

El 6 de noviembre, ante el cariz que están tomando los acontecimientos y con el convencimiento de que la caída de Madrid es inminente, el gobierno republicano huye a Valencia. En estas circunstancias la Junta de Defensa y el consejo de orden público de la capital quedan a cargo del general Miaja y de Santiago Carrillo.

Los republicanos, asediados por las tropas de Franco, bombardeados día y noche por la aviación y la artillería golpista, además del acoso de la quinta columna que tirotea desde cualquier tejado en la oscuridad, son incapaces de controlar mínimamente la situación. Se carece de efectivos incluso para cubrir todas las bocacalles por las que podrían entrar los asaltantes.

Es precisamente entonces cuando se escribe la página más ignominiosa de la defensa de Madrid. Todas sus cárceles están a rebosar de “enemigos de la república” los mismos que de ser puestos en libertad se unirían con toda probabilidad a las tropas franquistas. Se propone, pues, un plan de traslados de los reos a otras cárceles como la de Alcalá de Henares, pero lo cierto es que la mayor parte de las evacuaciones van desviándose a un paraje llamado Paracuellos del Jarama donde los detenidos son asesinados sin piedad gracias a la aquiescencia o al desinterés manifiesto de los mandos responsables.

Es en una de estas sacas, -nombre que se aplica a un cargamento de prisioneros-Gregorio y sus compañeros salen de la prisión de San Antón para encontrar su destino final en una fría y oscura mañana del 28 de noviembre de 1936. Un testigo, que actuó como enterrador, cuenta cómo uno de los religiosos pidió permiso para bendecir a los suyos y darles la absolución, gracia que le fue concedida.

Dicho sacerdote fue abrazando a cada uno de sus compañeros y, arrodillados en tierra, les daba la absolución. Una vez hubo terminado, pronunció en voz alta estas palabras: “Sabemos que nos matáis por católicos y religiosos. Lo somos. Tanto yo como mis compañeros os perdonamos de todo corazón. ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España!”.

Veinticuatro años en la vida de un muchacho como Gregorio tendrían que dar seguramente para mucho más que este breve pero intenso y dramático recorrido. La iglesia quiere celebrar estos martirios y es justo y conveniente que así sea, pero debiera hacerlo desde la óptica de un reconocimiento, que no parece llegar, de todas las responsabilidades en aquel conflicto fratricida que congeló la historia de nuestro país y nos impuso a todos la ley del silencio.

Gregorio y sus compañeros entregaron generosamente su vida en correspondencia con su fe. Sus jóvenes corazones tan solo anhelaban ofrecer ayuda y consuelo a quien lo necesitase. Sin embargo, fueron llevados como ovejas al matadero en medio de un caos de odio y confusión.

 

Historias como ésta se multiplicaron a lo largo de toda la geografía nacional, pero fue precisamente en nuestra querida tierra navarra donde estos actos revistieron, si cabe, de mayor crueldad y ensañamiento. Entre otras cosas porque aquí no hubo frente de guerra.  Porque los paseos y las matanzas cogieron a todos por sorpresa al ser iniciados en el mismo momento en que se produce el alzamiento y, además, porque fueron planificadas sistemáticamente para crear un clima de terror y aniquilamiento precisamente por aquellos que se autodenominaban “defensores de la religión”.

Todas estas otras víctimas son, asimismo, mártires cuyos sueños y esperanzas en un mundo más justo y libre fueron salvajemente truncados. Y mal nos iba a ir si no somos capaces de reconocerlo y de implicarnos en un proceso de reflexión para que la sangre de todos estos inocentes no haya sido derramada en vano. ¡Qué su sacrificio nos anime a esforzarnos por el logro de la reconciliación y, sobre todo y por encima de todo, que nunca permitamos la repetición de hechos tan luctuosos y execrables! 

Animados con este espíritu, familiares de Gregorio vamos el 17 de diciembre a la catedral de la Almudena de Madrid para celebrar un encuentro con la nueva vida, para manifestar nuestra gratitud a todos los que murieron por nosotros víctimas de la sinrazón y del fanatismo y para revivir el gran misterio de su entrega. 

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